A veces se me hace extraño
caminar por la calle y ver a conocidos que, conjeturo, habiéndome
visto hacen como si no. Por supuesto, no siempre estamos dispuestos
para el otro pero escatimar un saludo cordial nos aleja porque, entre
otras cosas, si otro día es al revés o se coincide en una reunión
social, en la memoria permanece la amargura. En cualquier caso, me
incluyo entre los raros. Con algunas personas siempre
tengo excusas para detenerme, con otras el cruce de saludos oscila
entre la cordialidad, el pasmo o, incluso, cierta inquina.
Cavilo
sobre esto de vuelta a la reclusión prescrita por las autoridades
sanitarias —en tiempos
de Covid19 Primer Encierro están restringidas las salidas al espacio público a
una hora por la mañana y otra por la tarde entre las siete y las
diez— tras cruzarme con
conocidos que me han evitado mientras recuerdo, por recién leído, el
último encuentro entre Stefan Zweig y Theodor Herzl, autor de El
estado judío.
«Le
saludé cortésmente y quise pasar de largo, pero él corrió tras de
mí y me tendió la mano», dice Zweig.
—«¿Por
qué se esconde? No tiene ninguna necesidad de hacerlo», contestó
Herzl.
En
El mundo de ayer, Zweig aclara cómo, ente los propios
correligionarios de Herzl campaba a sus anchas la indisciplina y
entre los no judíos, que hasta entonces veneraban al redactor del
suplemento literario de la Neue Freie Presse, existía el mal
hábito de humillarle cuando asistía al teatro. Gracias al opúsculo
de Karl Kraus, Una corona para Sion, la gente, con el ánimo
patriótico exacerbado, le apodaba su majestad. Al poco tiempo
Herzl murió enfermo pero Zweig pudo despedirse de quién le diera su
primera gran oportunidad literaria e incluso pudo contarlo para,
levemente, resarcirse del dolor de haber ignorado a un amigo que
anticipaba la inminencia de la Primera Guerra Mundial.
Pero
este colofón tan amable —ay que me pongo estupendo— requiere, por un lado, de una predisposición oportuna,
cuasi celestial, y, por otro, convendría la bidireccionalidad. De la humanitas
sincera y el apego por lo universal y lo común al agradecimiento del que es mirado que le permita despojarse de los monos en la cara. A veces, de los
no-encuentros surge la posibilidad de descubrir perfiles
del rostro menos acerados. Otras, la anormalidad es tanta que solo cabe resistir, luchar, huir.