martes, 29 de septiembre de 2020

Los trapos sucios de ETA

 Euskal Party («Part One», por Yo, maketo)




Con el entusiasmo y la ilusión de un explorador, acabo de echar mano a ETA y la conspiración de la heroína (Pablo García Varela, 2020), un libro recientemente publicado por Catarata con la ayuda de la UPV/EHU, el Memorial de las víctimas del terrorismo y el Instituto de Historia Social Valentín de Foronda. Conocía, porque vivo en Euskadi desde hace 20 años, lo que García Varela llama teoría de la conspiración, un rumor callejero con un fundamento sobre el que, sinceramente, nunca había indagado, sobre la introducción de la heroína en el País Vasco para diezmar cuadrillas de jóvenes rebeldes. Así que agradezco al autor el esfuerzo invertido, con beca o sin ella. 




La Tesis de García Varela sostiene que HB y ETA, con la connivencia del PNV y EiTB, aprovecharon la crisis de la droga para reforzar al nacionalismo vasco y autojustificar algunos de los atentados perpetrados por ETA puesto que acusaban al gobierno español de introducirla en las calles como otra táctica de su guerra sucia. El autor menciona las grandes dosis de consumo de vino en el País Vasco, la crisis coyuntural europea (que incluye un consumo de drogas extendido a Francia, Inglaterra o Alemania de caballo), la mediatización sensacionalista del fenómeno de la mano de Pepe Rei, el informe Navajas, la demonización de la izquierda abertzale, la negligencia del estado español que, en todo caso, estaba gobernado por el PSOE, y de las familias. Pocas referencias e insistencia al silencio, a los viejos instigadores, al punk, la moda, la transición democrática, la debacle industrial y el paro y al GAL, instituido en 1983. La guerra sucia, según García Varela, solamente se practicó desde la vertiente nacionalista y tenía mucho de desquicio. 




No dirijo mi crítica a un contenido que no estoy a la altura de refutar pero sí considero que un texto y la disposición de un historiador con ánimo de esclarecer un fenómeno debería tender hacia cierta prudencia interpretativa y, quizá, neutralidad, a pesar de que, por todos es conocido, las interpretaciones son subjetivas. Sin embargo, la agencia, y más si su ligazón es institucional (para con la universidad), se convierte en algo contraproducente tras el rotundo tufo ideológico que rezuman declaraciones como es




[u]n comportamiento muy extendido entre los movimientos minoritarios, que cuando son incapaces de convertirse en una opción mayoritaria arremeten contra el Estado y sus tácticas de guerra sucia. Su ego es tan grande que son capaces de creer en todo tipo de teorías de la conspiración, antes que asumir que quizá simplemente nadie más los quiso seguir. Una premisa difícil de aceptar por los militantes de estos grupos, que no imaginan una mejor opción que la suya (García Varela, 2020:61). 




El autor, que es fan de Hegel, historicista y filósofo idealista alemán, insiste en que 




[c]uando prácticamente la casi totalidad de la información proviene de este mundo tan polarizado e ideologizado es imposible no dudar del interés partidista de esta conspiración, cuyo principal objetivo es convertir al Gobierno central en su gran enemigo. Una estrategia simple pero muy efectiva: el “nosotros” contra los “otros” (sic) (García Varela, 2020: 63). 




García Varela, formado en la la universidad de Oviedo —Torcuato Fernández-Miranda, Gustavo Bueno (referencia filosófica a la que se agarra Santiago Abascal, la Fundación DENAES y el hispanista Jesús González Maestro (universidad de Vigo)), José María Gil-Robles— y la UNED, es doctor en Historia Contemporánea por la UPV/EHU y miembro del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda. Sus trabajos vinculan el terrorismo con la violencia de género y la historia social de las drogas. También muestra interés por la hermenéutica, la demagogia, la táctica del despiste, la omisión, la repetición, el ajo, las palabras huecas, la descontextualización y el oficio de leñador, tan en boga desde la tregua de ETA del 2006 y, sobre todo, tras el abandono de la lucha armada el 2010-11. 




“¿Dónde estabas entonces 

cuando tanto te necesité?” 

(“Insurrección”, El Último de la Fila) 



Se cuece Tesis-réplica.





Bibliografía 

García Varela, Pablo (2020). ETA y la conspiración de la heroína. Madrid: Catarata.




sábado, 19 de septiembre de 2020

Stalin, risueño y amado líder

The Death Of Stalin (La muerte de Stalin, Armando Iannucci, 2017) 


Como si no pudiera ser, el líder, amado Secretario General, cae, no una sino dos veces. Stalin recibe una nota amenazadora de una pianista, Maria Yudina (Olga Kurylenko), dentro de la (re)grabación en vinilo del concierto que se acaba de emitir por la radio. Le da un ataque al corazón que lo deja tieso y meado sobre la alfombra de su despacho. La risa se apaga... Los guardias oyen algo pero temerosos de interrumpir al líder, ni se inmutan y permanecen impertérritos hasta que aparece Lavrenti —tan bello el nombre de pila como criminal y depravado el personaje— Beria (Simon Russell Beale), quien anticipa las disensiones entre los Ministros del Consejo, antes Comisarios del pueblo, y recela de Nikita —bonito nombre para una asesina— Jrushchov (Steve Buscemi).

Con la muerte definitiva de Stalin se inicia una pugna que sitúa a Georgi Malenkov (Jeffrey Tambor), pusilánime, vanidoso, en el poder como títere de Beria pero Jrushchov convence al resto de la cúpula —entre ellos el resuelto y testosterónico Gueorgui Zhúkov (Jason Isaacs), héroe militar de la 2ª Guerra Mundial condenado al ostracismo por Stalin— de las intenciones de éste y de que ahora toca purgar al estalinismo.

La película es una sátira sobre el poder, la vanidad y la incompetencia que mezcla dosis de surrealismo berlanguiano —conversaciones, el traslado del cuerpo de Stalin de la alfombra al sofá, la organización del funeral—, tacos, bromas y gestos chabacanos, ironía, mala leche, pecados capitales y traumas griegos —Svetlana (Andrea Riseborough), hija de Stalin, padece Complejo de Electra—. Coral y de menos a más en intensidad, el espectador es susceptible de perderse en la ruta hacia el éxtasis sensorial. Contribuyen a ello, sobre todo, las interpretaciones pero como ya sucediera en InThe Loop (2009), Iannucci es tan profuso que no deja pausa para la carcajada, lo cual no desmerece pero cuadra un poco el círculo.

Resuelta de manera expeditiva, aunque en 1953 ya se supiera del Polonio 210—elemento de la tabla periódica de número atómico 84 descubierto por Marie Curie en 1989 al que se le atribuyó este nombre en honor a Polonia, en aquel tiempo tierra dividida y bajo regímenes imperiales—, el eco de la cinta resuena en la actualidad a través de la desaparición de centenares de periodistas y ataques a políticos que, como Alexéi Navalny, critican la corrupción y la intransigencia del gobierno de Putin.


sábado, 12 de septiembre de 2020

El capital humano, temporalidad vs inmanencia

El capital humano (Il capitale umano, Paolo Virzi, 2013) 



Adaptación de la novela Human Capital (Stephen Amidon, 2004) en cuatro actos —«Dino», «Carla», «Serena» y «Capítulo final»—, la película de Virzi circula entre la comedia italiana, el drama pirandelliano, el thriller y la crítica social. 


Milán. Crisis económica (2008-?). Dino (Fabrizio Bentivoglio), viudo, API vía herencia paterna, emparejado con Roberta (Valeria Golino), psicóloga y embarazada de gemelos, y padre de Serena (Matilde Gioli), novia de Massimiliano Bernaschi (Guglielmo Pinelli) e hijo del orgulloso financiero Giovanni Bernaschi (Fabrizio Gifune), ambiciona una posición social mejor y más desahogada. Aprovecha la relación de los jóvenes para acercarse a Giovanni, poseedor también de Carla ((Valeria Bruni Tedeschi), esposa florero y aficionada al teatro, y gestor de un fondo de inversión muy suculento pero arriesgado. 


Si la tragicomedia abunda durante los dos primeros actos con la figura de Giovanni, pantocrátor, especulador, sobre las cabezas de los demás, la fatalidad inunda la recta final. Virzi, que no se regodea en la lágrima fácil, se deshace del tono inicial para atajar el asunto con seriedad. El precepto pirandelliano que propugna el relativismo radical, ninguna verdad es absoluta ni permanente, se quiebra para, en un giro satírico de 180º, reafirmar que nadie está a salvo del capital(ismo). Y es que esta historia arranca con un camarero —latino en la versión americana— que, tras el servicio de noche, se marcha en bici a casa y es embestido por un todoterreno como el de Massimiliano. Una sacudida en la imagen social de los Bernaschi y pesquisas policiales que apuntan al niño pijo pero el culpable es… 


Con ecos de Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), la doble cuestión moral —revelar la verdad (por parte de Carla) y la avaricia (de Giovanni por clasista y de Dino por trepa)— que se debate se salda con lo que abona una aseguradora por la vida de una persona en función de las expectativas económicas y vínculos sociales y afectivos de ésta. Pero esas resoluciones solo parecen afectar a la mayoría, que forcejea entre la alegría y el dolor, la pobreza y la riqueza, la libertad y la cárcel, la normalidad y lo extraordinario. Mientras, otras cosas son para siempre. Claro que según se mire... 




jueves, 10 de septiembre de 2020

Alanis, madre y mujer

Alanis (Anahí Berneri, 2017)




Alanís es, en realidad, María (Sofía Gala Castiglione), tiene 25 años y vino de provincias hace un par para ejercer discretamente la prostitución en Buenos Aires. También es madre soltera de Dante (Dante Della Paolera), un niño de año y medio que vive amorrado a la teta de su madre cuando ella no trabaja. El privado, que comparten con Gisela (Dana Basso) es motivo de una investigación. La policía detiene a Gisela y el casero echa a Alanís que se queda en la calle con Dante. Acude entonces a su tía Andrea (Silvina Sabater), dueña de una tienda de ropa que vive en la trastienda con Román (Carlos Vuletich). Pero a Alanís no le entusiasma trabajar de limpiadora de casas y mierdas ajenas así que vuelve a la plaza Miserere, territorio hostil, para sacar plata rápida y saldar deudas. Andrea, que quiso ser madre y no pudo, y Alanís discuten y ésta se marcha con Dante a un privado donde otras chicas jóvenes le ayudarán con el crío. 


La historia, que transcurre en tres días y se rodó en ese mismo tiempo, tiene tanto que ver con el cuerpo y la sexualidad, como con el desamparo, el caos, y la maternidad. Berneri no se posiciona frente a la trata de blancas ni alude a la degradación moral y social de las trabajadoras sexuales o critica la situación económica del país, en fase post-corralito eterna. Sin embargo, el ambiente transpira una decadencia irrefrenable que refuerza la vulnerabilidad de estas mujeres, incomprendidas y de gran utilidad social si cabe, pero a expensas del cliente o de la Madame. 


Ejemplo de que rodar con pocos medios y un elenco en gran medida amateur no obstaculizan la calidad de la película, Berneri se aleja de la moraleja y ofrece un pedazo de vida sin ornamentos ni distracciones, de arquitectura cinematográfica exenta, un camino al que cuesta entrar pero del que se sale enriquecido. El espectador, nunca subyugado por la sensiblería, la pobreza material, las situaciones o el niño al que arrastra la protagonista, empatiza con los estigmas de un gremio constituido mayoritariamente por mujeres a las que se puede humillar y ningunear por dedicarse a esta actividad. 


Lejos del retrato descarnado que hace Arturo Ripstein en La calle de la amargura (2015), como la propia Berneri comenta, su film dialoga con la filmografía de Chantal Akerman y, por extensión, con la condición social de la mujer y su libertad de elección, más que con la mugre y la pena. Pero además, la cinta remite a María, madre del hijo de dios —“¿quién es el padre?”, le preguntan en comisaría, a lo que Alanis responde con un respingo...—, y al segundo círculo de la Divina Comedia donde Dante sitúa a los lujuriosos y los condena a un viento constante que los zarandea por los aires. Entre la santidad y el pecado, madre y mujer, Alanís transita su camino como puede y, a veces, hace lo que quiere y goza, que no es delito,¿verdad?.



martes, 8 de septiembre de 2020

La inocencia, tempus fugit

La inocencia (Lucía Alemany, 2019)




Lis (Carmen Arrufat) es una adolescente de quince años que vive en Traiguera, un pueblo de Castellón cerca de Vinaroz, de la provincia de Tarragona y, en su momento, de la Marca Hispánica, primero del lado musulmán, después del cristiano. Entre la piscina, el aburrimiento y los chascarrillos de sus amigas, Néstor (Joel Bosqued), su novio «maquinero» mayor de edad, las broncas de su padre (Sergi López), estibador y perdedor, o de su madre (Laia Marull), remilgada, religiosa y sometida, pasa la chica su último verano infantil con fiestas locales y toro embolado incluidos pero en el horizonte planea su deseo de estudiar en una escuela de Barcelona para ser artista de circo. Mientras tanto la negligencia la deja preñada y la ruta hacia la madurez, inconcebible, se convierte en un calvario.


Rodada en el lugar y con los elementos precisos, sin estridencias de ningún tipo y aprovechando los recursos y las personas del pueblo, Alemany recrea su adolescencia y biografía sin empachar al espectador de añoranza ni reivindicaciones. La directora alude a las transiciones temporales que en muchos lugares se manifiestan muy paulatinamente, más si conciernen a mujeres o cambios de pensamiento bruscos. De ahí que cuando uno ve que Néstor y sus colegas tiran de tuning y Bakalao y las chicas se visten como chonis no sepa situar la época del todo si no es por el móvil de una de las amigas de Lis. Claro que el Trap tampoco ha alterado tanto esa estética.


Aunque La inocencia es una película coral, abundan los primeros planos según Lis, las amigas, el padre, la madre o Remedios (Sonia Almarcha) personaje liberado gracias a un talante abierto y a, precisamente, su continuidad con el descubrimiento de la naturaleza y las soluciones a nuestros males que nos aporta adquieren protagonismo, se enfrentan y estrechan el cerco a la protagonista para resolver sus dilemas: abortar o no (y decírselo a Néstor), persistir en su vocación o abandonar. Así, el drama, con una dimensión personal intensa, respira y transmite optimismo dentro de un contexto retrógrado e intransigente que no soporta las aspiraciones alocadas pues reflejan su fisura moral e inmovilismo. Sin embargo e indefectiblemente, tempus fugit. No sé si Lucía Alemany soñó con hacer cine pero ahí está, con una buena película en su regazo.






domingo, 6 de septiembre de 2020

Babylon Berlin, se masca la tragedia

Babylon Berlin (Temporadas 1 y 2) (Tom Tykwer, Achim von Borries y Henk Handloegten, 2017)




Gereon Rath (Volker Bruch) es un policía de Colonia que es trasladado a Berlín al Departamento de costumbres por un asunto moral turbio relacionado con películas pornográficas, stag films, protagonizadas por altos cargos políticos —pedigrí para Pedro J.—. En la capital de la República de Weimar (1919-1933) se cuece de todo y de una manera menos sosegada que en París. Desenvoltura sexual pero también suspicacia, charlestón, arte (diseño, teatro, pintura), psicología, desarrollo técnico e ingeniería, corrupción, miseria, drogas, prostitución, comunismo, nazismo y gansterismo configuran un cóctel muy explosivo y poco moderado que, como se sabe, desembocó en el ascenso de Hitler al poder en 1933 y la 2ª Guerra Mundial. 

Gereon arrastra una historia personal que compagina con este ambiente turbulento, drogas para amortiguar los temblores heredados de su paso por la Gran Guerra, un compañero rudo, nazi y conspirador, Bruno Wolter (Peter Kurth), y una chica menuda pero espabilada y encantadora, Charlotte Ritter (Liv Lisa Fries). La trama se caracteriza por la bidireccionalidad, del tren y del oro, y la inestabilidad, de Gereon y de la situación. Solo se cita a Hitler una vez, a pesar del Putsch de Múnich (1923), y solo una vez aparecen los camisas pardas y no muy convencidos de lo que hacen, pero el destino ya se vislumbra en la figura de Kurt Seegers (Ernst Stötzner), personaje inspirado en Ludendorff. Sin embargo, aunque la derrota y el rencor estaban sembrados desde el Tratado de Versalles (28 de junio de 1919), la trama huye del derrotismo y se aferra a la democracia y a la esperanza en un toma y daca constante en la 2ª temporada entre el Consejero Benda (Matthias Brandt) Seegers, Gereon y Wolter, Alemania y la URSS que se salda con victorias momentáneas para tranquilizar al espectador frente a la gravedad de la conspiración y la hostilidad inminente gracias al rearme alemán, cerca de Moscú... 

La serie, adadtación de las novelas Sombras sobre Berlín (2008), Muerte en Berlín (2009) y Un gánster en Berlín (2010) de Volker Kutscher, compite de tú a tú con las historias de corte norteamericano. De muy buena calidad técnica y ambientación en su iluminación expresionista y decorados, dinámica y bien interpretada, la intensidad radica en el resultado. Se diluye el proceso, lo críptico, lo que se murmura, lo ininteligible, el silencio, el contraste social y moral, el miedo y la exacerbación del instinto en acciones algo manidas. Aún así, si se tiene en cuenta que Alemania, y sus cadenas de televisión, tampoco se libran de ciertos patrones (planos, iluminación, montaje) que se han impuesto en el sector audiovisual, glocal, se agradece otra mirada y que se dé espacio a un período denostado en favor de la espectacularidad de la conflagración bélica. 

Recibida la alerta de los creadores, “Continuará” tiene tanto que ver con otra temporada como con lo que sucede con el auge de la extrema derecha en los países más poderosos del mundo. Indefectiblemente, y en reconocimiento de los hechos históricos, Babylon Berlin juega a ganar el premio de consolación, una ficción que jamás superará la tragedia real.




miércoles, 2 de septiembre de 2020

Adèle, amor bárbaro

La vie d’Adèle (La vida de Adèle (capítulos 1 y 2), Abdellatif Kechiche, 2013) 


Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una adolescente con dudas sobre su supuesta hetrosexualidad. Conoce el sexo con chicos pero, ay, no le entusiasma e, incluso, le incomoda. Descubre a Emma (Léa Seydoux), una chica con el pelo teñido de azul y enfundada en denim que estudia Bellas Artes, en un bar de lesbianas. Se hacen amigas y pareja. El entorno de Emma es abierto y liberal, el de Adèle conservador y tradicional. Cómo ganársela, cómo afrontarla o qué esperar de ella enfrentan a ambas concepciones de la vida. Pero si Adèle es la oveja negra en su entorno, Emma sucumbe a la maternidad/paternidad. Cultura, naturaleza y edad confluyen, se palpan, se lamen (largo, tendido y bien clarito), se aman, se disocian. 

La película insiste en primeros planos a Adèle y Emma que combina con otros más abiertos cuando coitan o se reúnen con otros personajes en el instituto, los bares, las fiestas, el colegio, el vernissage o durante el alejamiento final de Adèle. La combinación, sin embargo, no pierde de vista a la protagonista durante las tres horas que dura el film, inspirado en la novela gráfica Le bleu est une coleur chaude (Julie Maroh, 2010). Dividido en dos partes —por si el espectador quiere ir al baño—, Adèle en el instituto, Adèle institutrice, transita de la imprudencia y el desprendimiento adolescente a la madurez y la responsabilidad a partir del autodescubrimiento que promueve el duelo. Los personajes de Adèle y Emma, tarados en origen y convicciones, se construyen y transforman mediante los enfrentamientos con sus dudas y los demás. El tránsito del color destaca la temperatura —Blue Is The warmest Colour es el título de la película en inglés— y la evolución.

El azul, asociado, según el historiador Michel Pastoreau, a lo bárbaro en tiempos de Roma, a Oriente y, a partir del s.XVI, al Nuevo Mundo, entre otras cosas porque es dónde abundaba el glasto y la Indigofera tinctoria, es la metáfora que usa Kechiche —autor también de La graine et le mulet («Cuscús» para nosotros, 2007)— para ironizar sobre el corsé cultural occidental y, al mismo tiempo, reventar el constreñimiento, árabe o cristiano, más tradicionalista. En el último plano de la película, Adèle, con un vestido de azul ultramar, se marcha resignada de la inauguración de la exposición de Emma, quien ha abandonado la pasión, el desenfreno y el azul de sus cuadros figurativos al carbón iniciales por tonos amarillos, naranjas y posturas más relajadas. Samir (Salim Kechiouche), con quien Adéle ya coincidiera en otra fiesta y que ha dejado la interpretación por los inmuebles, sale a buscarla pero toma el sentido contrario. ¿Se encontrarán ambas culturas en posteriores capítulos?



martes, 1 de septiembre de 2020

Monos en la cara


A veces se me hace extraño caminar por la calle y ver a conocidos que, conjeturo, habiéndome visto hacen como si no. Por supuesto, no siempre estamos dispuestos para el otro pero escatimar un saludo cordial nos aleja porque, entre otras cosas, si otro día es al revés o se coincide en una reunión social, en la memoria permanece la amargura. En cualquier caso, me incluyo entre los raros. Con algunas personas siempre tengo excusas para detenerme, con otras el cruce de saludos oscila entre la cordialidad, el pasmo o, incluso, cierta inquina.

Cavilo sobre esto de vuelta a la reclusión prescrita por las autoridades sanitarias en tiempos de Covid19 Primer Encierro están restringidas las salidas al espacio público a una hora por la mañana y otra por la tarde entre las siete y las diez tras cruzarme con conocidos que me han evitado mientras recuerdo, por recién leído, el último encuentro entre Stefan Zweig y Theodor Herzl, autor de El estado judío.
«Le saludé cortésmente y quise pasar de largo, pero él corrió tras de mí y me tendió la mano», dice Zweig.
«¿Por qué se esconde? No tiene ninguna necesidad de hacerlo», contestó Herzl.


En El mundo de ayer, Zweig aclara cómo, ente los propios correligionarios de Herzl campaba a sus anchas la indisciplina y entre los no judíos, que hasta entonces veneraban al redactor del suplemento literario de la Neue Freie Presse, existía el mal hábito de humillarle cuando asistía al teatro. Gracias al opúsculo de Karl Kraus, Una corona para Sion, la gente, con el ánimo patriótico exacerbado, le apodaba su majestad. Al poco tiempo Herzl murió enfermo pero Zweig pudo despedirse de quién le diera su primera gran oportunidad literaria e incluso pudo contarlo para, levemente, resarcirse del dolor de haber ignorado a un amigo que anticipaba la inminencia de la Primera Guerra Mundial.


Pero este colofón tan amable —ay que me pongo estupendo requiere, por un lado, de una predisposición oportuna, cuasi celestial, y, por otro, convendría la bidireccionalidad. De la humanitas sincera y el apego por lo universal y lo común al agradecimiento del que es mirado que le permita despojarse de los monos en la cara. A veces, de los no-encuentros surge la posibilidad de descubrir perfiles del rostro menos acerados. Otras, la anormalidad es tanta que solo cabe resistir, luchar, huir.