miércoles, 22 de julio de 2020

La casa de Jack

La casa de Jack (The House That Jack Built, Lars von Trier, 2018), sadismo redundante.



La indiferencia no va con Lars von Trier. Y eso, que no abunda, le honra porque en su riesgo, que no locura, radica su honestidad. Entre la provocación en apariencia gratuita y superficial, y cierta megalomanía e intelectualismo, se imponen preguntas trascendentes y eternas, particulares. La apuesta, el dolor, los traumas, la ironía, la perversidad y el desafío a la moral imperante son condiciones habituales, y casi indispensables, en su periplo personal y cinematográfico. Por eso, cuando hace comedia negra, incomparable al humor de los Cohen, amplía los límites de este concepto y género hasta el paroxismo sin que consiga arrancar ninguna carcajada que no suene a desbarre. Quizá de ahí provengan las alergias que desata, por redundante también.


Jack (Matt Dillon) es ingeniero y quiere construirse una casa, pero Jack es, sobre todo, un ser insatisfecho sin un sentido ni un camino que recorrer. Descubre que matar le ilumina, le aclara las sombras que, delante o detrás, y en cualquier momento del día y del mundo todos tenemos. También se percata del gozo que le promueve tan inaceptable actividad. Se da cuenta de cómo provoca diciéndole a la cara a un policía que es un asesino y dejándole, al cabo de un rato, sobre la luna delantera del coche patrulla la teta cortada de su amante, una chica rubia muy mona, Jackeline (Riley Keough), a la que Jack tiene la consideración de llamar Simple. Gestos así vuelven la mirada hacia el director, que se sabe acusado de maltrato y faltón. Al mismo tiempo, uno no deja de pensar cuánto debe reírse de todo lo que se escribe de él en este sentido. Pero que Jack sea un simple ingeniero, un “solucionador de problemas”, incapaz de crear y concluir algo deja también al descubierto la insatisfacción y las debilidades del propio von Trier, esa megalomanía que lo lleva a declararse persona non grata en Cannes, enfant terrible, trasunto de Atlas enfrentado a todos. 

Entre la excusa, el desamparo y la mofa, Jack no llega a dar pena pero lo que hace von Trier es universalizar, actualizar el mal (en la diégésis ocupa una década, entre los años setenta y los ochenta) y que penetremos en los argumentos del psicópata. Así, conecta a Jack con Virgilio (Bruno Ganz), Dante, Delacroix y Blake a través de la primera parte de la Divina Comedia, la catábasis del autor florentino al infierno de la mano del poeta clásico, y lo ameniza con la música y el canturreo de Glenn Gould. El espectador entra en un trance que diluye la divisoria entre el bien y el mal. El intento de Jack de alcanzar el otro lado, las escaleras que llevan al cielo, deja en el cuerpo un poso amargo y de expectación, a pesar de la advertencia que le/nos hace Virgilio. El retorno a la placenta, al magma primigenio, más autocomplaciente con el buen cristiano que anagnórisis de Jack, ser infernal, frustrado en sus maquetas de proyectos arquitectónicos fallidos, sádico y asesino múltiple, pone sobre la mesa el eterno retorno y la necesaria continuidad de la lucha moral, artística e intelectual.





No hay comentarios:

Publicar un comentario