Como si no pudiera ser, el líder, amado Secretario General, cae, no una sino dos veces. Stalin recibe una nota amenazadora de una pianista, Maria Yudina (Olga Kurylenko), dentro de la (re)grabación en vinilo del concierto que se acaba de emitir por la radio. Le da un ataque al corazón que lo deja tieso y meado sobre la alfombra de su despacho. La risa se apaga... Los guardias oyen algo pero temerosos de interrumpir al líder, ni se inmutan y permanecen impertérritos hasta que aparece Lavrenti —tan bello el nombre de pila como criminal y depravado el personaje— Beria (Simon Russell Beale), quien anticipa las disensiones entre los Ministros del Consejo, antes Comisarios del pueblo, y recela de Nikita —bonito nombre para una asesina— Jrushchov (Steve Buscemi).
Con la muerte definitiva de Stalin se inicia una pugna que sitúa a Georgi Malenkov (Jeffrey Tambor), pusilánime, vanidoso, en el poder como títere de Beria pero Jrushchov convence al resto de la cúpula —entre ellos el resuelto y testosterónico Gueorgui Zhúkov (Jason Isaacs), héroe militar de la 2ª Guerra Mundial condenado al ostracismo por Stalin— de las intenciones de éste y de que ahora toca purgar al estalinismo.
La película es una sátira sobre el poder, la vanidad y la incompetencia que mezcla dosis de surrealismo berlanguiano —conversaciones, el traslado del cuerpo de Stalin de la alfombra al sofá, la organización del funeral—, tacos, bromas y gestos chabacanos, ironía, mala leche, pecados capitales y traumas griegos —Svetlana (Andrea Riseborough), hija de Stalin, padece Complejo de Electra—. Coral y de menos a más en intensidad, el espectador es susceptible de perderse en la ruta hacia el éxtasis sensorial. Contribuyen a ello, sobre todo, las interpretaciones pero como ya sucediera en InThe Loop (2009), Iannucci es tan profuso que no deja pausa para la carcajada, lo cual no desmerece pero cuadra un poco el círculo.
Resuelta de manera expeditiva, aunque en 1953 ya se supiera del Polonio 210—elemento de la tabla periódica de número atómico 84 descubierto por Marie Curie en 1989 al que se le atribuyó este nombre en honor a Polonia, en aquel tiempo tierra dividida y bajo regímenes imperiales—, el eco de la cinta resuena en la actualidad a través de la desaparición de centenares de periodistas y ataques a políticos que, como Alexéi Navalny, critican la corrupción y la intransigencia del gobierno de Putin.
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