La
piel (Del
Molino, 2020)
Hilo
conductor del libro de Sergio del Molino, la psoriasis dirige al
lector a la infancia y a la adolescencia del autor, pero también a
su pelea actual con la enfermedad metrotexato mediante. La dolencia,
arraigada en el tiempo y en afamados personajes precedentes —Stalin
(el Vozhd), Von Luschan, el Negro de Banyoles, John Updike,
Vladimir Nabokov, Isabel II de España, Cindy Lauper o los eremitas
de Qumrán— sirve al autor para alertar a su hijo de que las brujas
de los cuentos no exixten, pero que algunos monstruos son muy
reales, como el racismo y el estalinismo, y siguen coleando. Conviene
no olvidar. Es esta una venganza literaria y un ejercicio de memoria
contra personajes reaccionarios y sanguinarios a través de un
padecimiento que no hace distingo de posición ni de escala
cromática. Pero su relato es también el de la condena al ostracismo
de las víctimas en tanto que enfermos, seres impuros de piel ajada,
y el del padre monstruoso, imperfecto, voluble, que se desnuda, negro
sobre blanco, frente al hijo para acercarse a él en el futuro, para
protegerle antes, ahora y siempre.
Del
Molino acaricia la superficie de la historia y, como un funambulista,
camina un poco acelerado por una cuerda interargumental muy fina
entre lo interno y lo externo, lo micro y lo macro, la autobiografía
y la Historia, la asunción inexorable del pecado y la expiación.
¿Cómo no atribuir maldad a Koba tras las purgas
estalinistas? ¿Cómo justificar la segregación por el color de la
piel o el lugar de origen? Si algunas tesis están clarísimas y, de
las reflexiones del autor, se extraen verdades como puños con las
que uno se identifica, otras veces la manipulación ideológica y
literaria deja un resabio difícil de engullir. Del raudal de
palabras se configura un collage de personajes y asociaciones
enfermedad-hechos en una dirección y fuera de un contexto más
amplio, descripciones rudas y palabras malsonantes (polla, follar)
que parecen encajadas, entre el permiso y el perdón. Palabras
baturras esgrimidas con poca naturalidad que quizá respondan a la
aridez de su tierra, a la comezón de la enfermedad, según el autor
suficiente para agriar el carácter, a un pasado heavy o a la
cualidad de monstruo que todos arrastramos en mayor o menos medida.
En
cualquier caso, Del Molino humaniza y normaliza la diferencia y aboga
por un autoconocimiento que, si bien frágil, le permita expiar los
pecados cotidianos cometidos ante los demás. Así, algo cabizbajo,
apela a que el reconocimiento como monstruo redima. Pero, como
sabemos, ese grado de redención y autofustigamiento es dispar. No
todo el mundo se lo aplica ni en el mismo grado. El contexto
capitalista, aliento de aquello que Bourdieu llamó “violencia
simbólica”, segrega entre más o menos emprendedores y sumisos,
origen, ideología y relaciones de poder en un mundo globalizado que
desmitifica los asideros institucionales y espirituales en
sospechosos para alzar a una suerte de superhombre que poco tiene que
ver con Nietzsche. Luego mis monstruos no sólo dependen de mí, de
mi mala suerte o de mi apariencia y, como Del Molino sabe, no todo el
mundo puede expiarlos tan rica y profusamente porque no tiene la
fuerza, el talento, la posición o los cuartos para hacerlo. Para
compensar, una contradicción y una revelación. Del Molino se atreve
a sentenciar, pero muestra, generosamente, en la coda del texto las
lecturas e influencias —Foucault, Cassirer, Malaparte, Sebag
Montefiore o Scorsese— que ha utilizado en el proceso de escritura
del libro y, a partir de una escena entre Borau y Hemingway, advierte
Hay
que modular muy bien la mitología con la que uno se acicala,
manejando sobre todo los silencios —es mejor que los demás
rellenen con suposiciones todo aquello que ignoran de ti—, y no
alzar nunca la voz ni presumir en exceso (Del Molino, 226).
Bibliografía
Del
Molino, Sergio. La piel. Alfaguara, 2020.