sábado, 28 de noviembre de 2020

Anécdota...

...de un antropólogo en África

En una entrevista que he visto recientemente, el personaje relata una anécdota de alguna de sus estancias en el Congo como antropólogo. Trabajo este que nutre todos sus libros.


Cuenta que un día caminando por la selva con dos guías de repente se detuvieron frente a unos pigmeos. Uno de los guías se ofreció a mediar. Tras una primera conversación, comentó al estudioso que convenía ofrecerles algo como un gesto de amabilidad, pues, según él, podían mostrarse salvajes. El antropólogo llevaba una estampa colorida del nazareno crucificado. Se la dio al guía que gestionaba el encuentro para que se la regalara. Como los misioneros católicos llevaban siglos tramitando la conversión a la auténtica religión de estas pobres gentes, el hombre blanco debió pensar que era un obsequio adecuado o, quizá fuera lo único que en aquel momento podía ofrecer sin que fuera la camisa, las gafas o los calzones. Sin embargo, el regalo no causó el efecto deseado. Súbitamente los pigmeos increparon al europeo a través del guía negro que le tradujo el cabreo con palabras similares a estas:


Por mucho daño que hubiera hecho la persona que aparecía en la estampa, no merecía ser tratada (crucificada) de esa forma.


Esto lo cuenta el antropólogo hablando de occidocentrismo y de  colonialismo, hoy maquillado de maneras diversas; de la mirada que se proyecta desde el imperio de la Razón, ese faro que gravita sobre sí mismo y proyecta con virulencia luz sobre una tierra y un/una mar pretendidamente yermos. Una cruz que insistimos en cargar e imponer, pero, ay, ¿no es este orden más natural que el del caos?



lunes, 16 de noviembre de 2020

16/11/2020

 

16/11/2020


Cuesta levantarse de la cama tan pronto un lunes tan frío y tan oscuro.

Corta es la noche.

Por la cabeza, restos de pesadillas se mezclan y retumban con las palabras de ese profesor que se despide, Martín Solans. Con cierto regusto a nostalgia pero con el cariño por sus discentes y la conciencia tranquila por el trabajo bien hecho, de sus labios brotan unos versos compuestos por Francisco de Quevedo entre 1613 y 1644, “Ah de la vida! ¿Nadie me responde?” (Fernández Aguilá, 2015: 142).


Ayer se fue, mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto;

soy un fue, y un será, y un es cansado.


En el hoy y mañana y ayer, junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.



Un nudo metafísico en mi garganta que desata la lectura de La piel fría (2002), lectura obligatoria y un reencuentro animado con la materialidad, el imaginario y la antropología de Albert Sánchez Piñol tras el chasco de la secuela de Victus (2012).


Curiosa poliorgasmia de la mascota. Puedo ir siguiendo la excitación creciente, los espasmos que se aceleran y el clímax que culmina la obra. Casa minuto y medio, a lo sumo, la efervescencia explota con unos chillidos volcánicos, largos, larguísimos, sostiene el placer veinte segundos ininterrumpidos y, en lugar de decaer, recomienza. Indiferente, Batís la ataca una y otra vez, hasta que el placer se extingue con una blasfemia (Sánchez Piñol, 2015:102).


Bipolaridad galopante o tan solo un oxímoron de esos que nos componen. Otra vez Quevedo (Fernández Aguilá, 2015: 144).


Es hielo abrasador, es fuego helado,

es herida que duele y no se siente,

es un soñado bien, un mal presente,

es un breve descanso muy cansado.



Pera no es...



Bibliografía

Fernández Aguilá, Ricardo (2015). Un profesor se despide. Barcelona: Editorial Plataforma.

Sánchez Piñol, Albert (2015). La piel fría. Madrid: Alfaguara.



jueves, 12 de noviembre de 2020

La embestida

 

Hoy al mediodía he presenciado un accidente en el cruce de la calle Urbieta con Pedro Egaña, en Donostia, y soy testigo de lo que ha pasado si se me requiere. En fin, me he acordado del código de circulación, que obliga, y del morbo. Eran las 13.25 aproximadamente cuando un turismo un Audi híbrido, blanco inmaculado y con quince días de edad se metía hacia la calle Pedro Egaña cuando un autobús de Dbus le ha embestido. La cosa suena peor de lo que ha sido pero podría haber sido muchísimo peor si se cruzan unos segundos antes.


Yo venía de Amara Nuevo e iba al Koldo el templo, micaaasa, LA biblioteca de San Sebastián— cuando he visto al turismo hacer amago de meterse en Pedro Egaña. Veinte metros después un bus venía por Urbieta a buena marcha con el chófer dando bocinazos para que el otro, que ya lo tenía difícil, reaccionara. Sonido, velocidad, huevón al volante, impacto. La policía municipal, cuyas dependencias se encuentran en la antigua fábrica de gas, a cinco minutos máximo en coche del lugar del siniestro, ha tardado media hora de reloj en llegar. Bueno, tampoco corría la sangre.


Al haber visto el incidente —desde al lado de una cabina de la ONCE— otra chica y yo nos hemos quedado como testigos. El chófer durante todo ese tiempo no ha hecho ningún amago de acercarse a los damnificados pero ha conseguido subirse los pantalones sucios, ponerse la camisa por dentro y hacer alguna foto puesto que el conductor del turismo se ha negado a desplazar su vehículo. Por fin ha llegado la policía. Nos ha tomado los nombres y por la tarde me han llamado para verificar mi nombre y solicitarme en caso de que fuera necesario. Yo, que tengo memoria de pez...


Cuando he podido irme, dejar el libro en el Koldo y emprender el camino a casa he reflexionado sobre Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), la verdad, la culpa y me ha dado tiempo en erigirme testigo principal y juez acompañado por el rumor y el balanceo de las olas mientras cruzaba la Concha.


El informe


Desde que se modificó el carril bus en la calle Urbieta, alguien con peso y profundidad en el consistorio decidió borrar la línea discontinua que permitía a los turismos meterse con autoridad en el carril bus para acceder a Amara Viejo o volver al centro. Ese “borrado” o línea continua da prioridad a los buses pero el giro a la derecha sigue estando permitido pese a un espacio muy restringido que obliga a detener al resto de automóviles que van detrás del que va a girar en una de las arterias de salida principales de la ciudad. Además, los vehículos que quieren acceder a esa calle han de prestar atención —algo que el conductor del turismo no ha hecho del todo pues reconocía no haber mirado por el espejo retrovisor— por si viene un autobús embalado, como ha sido el caso.


Sin embargo, el bus iba con gente y el chófer ha tenido que decidir entre un frenazo fuerte y sin impacto o frenada prolongada y impacto medio fuerte que, en todo caso, a él no le iba a perjudicar demasiado porque su vehículo era el grande y el que llevaba velocidad. Pero, antes de hacer sonar el claxon ha tenido que ver cómo el turismo giraba y ya tenía parte invadiendo su carril porque el golpe, que no sé si lo he comentado, ha sido en la rueda trasera derecha del turismo. «Buf, a ver si se ha movido el eje...», le decía al dueño... Luego parece que el “culpable” es un cúmulo de circunstancias que los seguros dirimirán. Si le dan la razón al conductor del turismo Dbus deberá hacerse cargo y si no, y no es tan difícil que eso ocurra, se lo comerá con patatas. Mientras cavilaba todo esto he vuelto a darme cuenta de lo pequeños que somos, le digo al tribunal.




martes, 10 de noviembre de 2020

Barbalismos

 


Josep había sido más que un intermediario, atento, buen consejero, 
con su amabilidad alegre, con la generosidad más hábil, la que no sabe, 
la que ignora su valor y no avergüenza al beneficiario.



Bibliografía

Barbal, María (1998). Alcanfor. Barcelona: Lumen, p.31. 





lunes, 2 de noviembre de 2020

kafkianismos 2

 

El deseo de ser un piel roja


   Si uno fuera un piel roja...siempre alerta, atravesando los aires sobre un caballo veloz, estremecido una y otra vez sobre la tierra temblorosa, hasta dejar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, sin apenas ver la tierra por delante como pradera de hierba segada, ya sin las crines del caballo, sin la cabeza del caballo.




Bibliografía

Kafka, Franz (2007). Un médico rural y otros relatos pequeños. Madrid: Impedimenta, p.137.



Kafkianismos 1*

Los árboles

  

   Porque somos como troncos de árboles en la nieve. Parece que están apoyados en la superficie, y que se los puede mover con un pequeño empujón. No, no es posible. Porque están firmemente unidos a la tierra. Pero, atención, también eso es pura apariencia.




*Estos kafkianismos fueron escritos y recopilados entre 1912 y 1920.



Bibliografía

Kafka, Franz (2007). Un médico rural y otros relatos pequeños. Madrid: Impedimenta, p.139.





sábado, 10 de octubre de 2020

Manhattan, claros y sombras

Manhattan (Woody Allen, 1979)


Isaac (Woody Allen), cuarentón insatisfecho con su vida emocional y laboral y divorciado de Jill (Meryl Streep) guapísima última esposa, convertida al lesbianismo y escritora/reveladora de trapos sucios mantenidos con su ex, sale con Tracy (Mariel Hemingway, nieta del escritor), una chica menor de edad muy guapa enamorada de sus manías y verborrea. Isaac tiene un amigo íntimo, Yale, profesor universitario casado con Emily (Anne Byrne Hoffman), católica y  fidelis ad mortem, que mantiene una relación con Mary (Diane Keaton), también de mediana edad, desorientada y divorciada de Jeremiah (Wallace Shawn), bajo, calvo y bomba sexual. Isaac deja los chistes vacuos de la televisión para dedicarse a escribir un libro, tendencia que arrasa en los círculos intelectuales neoyorquinos, y se enamora de Mary, un clavo ardiendo para deshacerse de Tracy porque es demasiado joven para él...


El mejunje dialéctico y emocional se bate sobre un skyline brumoso y en blanco y negro con Rapsody In Blue (George Gershwin, 1924) en el enlace con Lang Lang al piano—de fondo. Sonido que acaricia los pelos de las orejas y satisface a la alta cultura norteamericana a la vez que rememora su triste pasado esclavista. Arte moderno, religión, ironía, comedia, vanidad, materialismo, psicología, melancolía, feminismo (Bella Abzug es la anfitriona de la exposición en la que Mary e Isaac se conocen), sexo y excusas salpican un marco dinámico constantemente acelerado de actores, cámara, conceptos, ideas e imágenes que un despeinado Isaac escupe sin parar. No en vano apela a Job y a un sufrimiento de dimensiones bíblicas.


Veo la película con mi hijo porque en Cultura Audiovisual les han recomendado Annie Hall (Woody Allen, 1977) y porque me sirve de subterfugio para retenerle un rato más a mi lado. Le pregunto si sabe qué significa “obsceno” y “promiscuo” pero en clase aún no han debatido sobre ideología ni diversidad cultural. Se lo explico así por encima, lo de los adjetivos, muy rápido, porque estamos en fase de sísí. Ya saben, como si lloviera. Lo más irónico del asunto es que a) llueve todo lo que en verano no cayó, y b) los asuntos impúdicos que Allen retratara con pudor y medida al principio para no salpicar a las mentes bienpensantes más de la cuenta, retornan y golpean como un bumerán su cogote a través de las acusaciones de abuso de su hija Dylan respaldada por otra de sus parejas, Mia Farrow. Aunque la new sea un fake, ni la alfombra roja o el aspecto de un anciano débil y venerable que presenta su última película en el Zinemaldiscarilla donostiarra del 2020, pueden rescatar ya al ingenioso creador de la mancha vertida y susceptible de estigmatizar su memoria. A esa fragilidad humana, a la duda y al error, honra también esta película y con ese personaje nos queremos quedar. 




jueves, 1 de octubre de 2020

«Si hay que sacar la mano a pasear, pues se saca»

 «Si hay que sacar la mano a pasear, pues se saca» (Enrique «El Drogas» Villarreal en La Resistencia (18’25’’).


Sentencia de otra generación, pudiera parecer reaccionario en nuestro tiempo. Como si fuera un rasgo atávico propio de neanderthales, a extirpar por los sapiens sapiens. Sin duda la violencia lo es pero, a veces, la escapatoria a ella se estrecha tanto que hace imposible otra huida que no sea hacia adelante. Por otro lado, cabe preguntarse, puesto que además se consiente de diversas, incorpóreas y cuasi imperceptibles maneras en lugares múltiples, si no será un atributo inmanente a nuestra especie, que es más animal, hipócrita y pusilánime de lo que se la presupone, cultura arriba cultura abajo.


Sea como fuere, una anécdota personal me une al fallo de “El Drogas”. Después de escuchar una entrevista a Evaristo Páramos (La Polla Records) en la que lanzara un mensaje similar, un servidor tuvo la ocurrencia de soltarlo frente a unos educadores para los que realizaba un encargo escenográfico antes de que la confianza estuviera afianzada. Claro, se quedaron boquiabiertos ante algo que les parecía inaceptable. Me imaginé que se imaginaban a un ogro repartiendo bofetadas a diestro y siniestro y tuve una epifanía, oscura. Me pareció que toda la sensibilidad que había depositado en el decorado se iba al carajo. Pensé que crear ambientes artificiales dejaría de estar en su presupuesto pero insistieron en llamarme para otro trabajo. Afortunados, a veces, los bocazas.


Aprovecho para hacer promoción de ambos diseños, aunque no sea un quíntuple disco como el de “El Drogas”, y acotar que yo, como mi abuelo, jamás he pegado a mi hijo, lo cual me rebota al aviso de Enrique Villarreal...


martes, 29 de septiembre de 2020

Los trapos sucios de ETA

 Euskal Party («Part One», por Yo, maketo)




Con el entusiasmo y la ilusión de un explorador, acabo de echar mano a ETA y la conspiración de la heroína (Pablo García Varela, 2020), un libro recientemente publicado por Catarata con la ayuda de la UPV/EHU, el Memorial de las víctimas del terrorismo y el Instituto de Historia Social Valentín de Foronda. Conocía, porque vivo en Euskadi desde hace 20 años, lo que García Varela llama teoría de la conspiración, un rumor callejero con un fundamento sobre el que, sinceramente, nunca había indagado, sobre la introducción de la heroína en el País Vasco para diezmar cuadrillas de jóvenes rebeldes. Así que agradezco al autor el esfuerzo invertido, con beca o sin ella. 




La Tesis de García Varela sostiene que HB y ETA, con la connivencia del PNV y EiTB, aprovecharon la crisis de la droga para reforzar al nacionalismo vasco y autojustificar algunos de los atentados perpetrados por ETA puesto que acusaban al gobierno español de introducirla en las calles como otra táctica de su guerra sucia. El autor menciona las grandes dosis de consumo de vino en el País Vasco, la crisis coyuntural europea (que incluye un consumo de drogas extendido a Francia, Inglaterra o Alemania de caballo), la mediatización sensacionalista del fenómeno de la mano de Pepe Rei, el informe Navajas, la demonización de la izquierda abertzale, la negligencia del estado español que, en todo caso, estaba gobernado por el PSOE, y de las familias. Pocas referencias e insistencia al silencio, a los viejos instigadores, al punk, la moda, la transición democrática, la debacle industrial y el paro y al GAL, instituido en 1983. La guerra sucia, según García Varela, solamente se practicó desde la vertiente nacionalista y tenía mucho de desquicio. 




No dirijo mi crítica a un contenido que no estoy a la altura de refutar pero sí considero que un texto y la disposición de un historiador con ánimo de esclarecer un fenómeno debería tender hacia cierta prudencia interpretativa y, quizá, neutralidad, a pesar de que, por todos es conocido, las interpretaciones son subjetivas. Sin embargo, la agencia, y más si su ligazón es institucional (para con la universidad), se convierte en algo contraproducente tras el rotundo tufo ideológico que rezuman declaraciones como es




[u]n comportamiento muy extendido entre los movimientos minoritarios, que cuando son incapaces de convertirse en una opción mayoritaria arremeten contra el Estado y sus tácticas de guerra sucia. Su ego es tan grande que son capaces de creer en todo tipo de teorías de la conspiración, antes que asumir que quizá simplemente nadie más los quiso seguir. Una premisa difícil de aceptar por los militantes de estos grupos, que no imaginan una mejor opción que la suya (García Varela, 2020:61). 




El autor, que es fan de Hegel, historicista y filósofo idealista alemán, insiste en que 




[c]uando prácticamente la casi totalidad de la información proviene de este mundo tan polarizado e ideologizado es imposible no dudar del interés partidista de esta conspiración, cuyo principal objetivo es convertir al Gobierno central en su gran enemigo. Una estrategia simple pero muy efectiva: el “nosotros” contra los “otros” (sic) (García Varela, 2020: 63). 




García Varela, formado en la la universidad de Oviedo —Torcuato Fernández-Miranda, Gustavo Bueno (referencia filosófica a la que se agarra Santiago Abascal, la Fundación DENAES y el hispanista Jesús González Maestro (universidad de Vigo)), José María Gil-Robles— y la UNED, es doctor en Historia Contemporánea por la UPV/EHU y miembro del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda. Sus trabajos vinculan el terrorismo con la violencia de género y la historia social de las drogas. También muestra interés por la hermenéutica, la demagogia, la táctica del despiste, la omisión, la repetición, el ajo, las palabras huecas, la descontextualización y el oficio de leñador, tan en boga desde la tregua de ETA del 2006 y, sobre todo, tras el abandono de la lucha armada el 2010-11. 




“¿Dónde estabas entonces 

cuando tanto te necesité?” 

(“Insurrección”, El Último de la Fila) 



Se cuece Tesis-réplica.





Bibliografía 

García Varela, Pablo (2020). ETA y la conspiración de la heroína. Madrid: Catarata.




sábado, 19 de septiembre de 2020

Stalin, risueño y amado líder

The Death Of Stalin (La muerte de Stalin, Armando Iannucci, 2017) 


Como si no pudiera ser, el líder, amado Secretario General, cae, no una sino dos veces. Stalin recibe una nota amenazadora de una pianista, Maria Yudina (Olga Kurylenko), dentro de la (re)grabación en vinilo del concierto que se acaba de emitir por la radio. Le da un ataque al corazón que lo deja tieso y meado sobre la alfombra de su despacho. La risa se apaga... Los guardias oyen algo pero temerosos de interrumpir al líder, ni se inmutan y permanecen impertérritos hasta que aparece Lavrenti —tan bello el nombre de pila como criminal y depravado el personaje— Beria (Simon Russell Beale), quien anticipa las disensiones entre los Ministros del Consejo, antes Comisarios del pueblo, y recela de Nikita —bonito nombre para una asesina— Jrushchov (Steve Buscemi).

Con la muerte definitiva de Stalin se inicia una pugna que sitúa a Georgi Malenkov (Jeffrey Tambor), pusilánime, vanidoso, en el poder como títere de Beria pero Jrushchov convence al resto de la cúpula —entre ellos el resuelto y testosterónico Gueorgui Zhúkov (Jason Isaacs), héroe militar de la 2ª Guerra Mundial condenado al ostracismo por Stalin— de las intenciones de éste y de que ahora toca purgar al estalinismo.

La película es una sátira sobre el poder, la vanidad y la incompetencia que mezcla dosis de surrealismo berlanguiano —conversaciones, el traslado del cuerpo de Stalin de la alfombra al sofá, la organización del funeral—, tacos, bromas y gestos chabacanos, ironía, mala leche, pecados capitales y traumas griegos —Svetlana (Andrea Riseborough), hija de Stalin, padece Complejo de Electra—. Coral y de menos a más en intensidad, el espectador es susceptible de perderse en la ruta hacia el éxtasis sensorial. Contribuyen a ello, sobre todo, las interpretaciones pero como ya sucediera en InThe Loop (2009), Iannucci es tan profuso que no deja pausa para la carcajada, lo cual no desmerece pero cuadra un poco el círculo.

Resuelta de manera expeditiva, aunque en 1953 ya se supiera del Polonio 210—elemento de la tabla periódica de número atómico 84 descubierto por Marie Curie en 1989 al que se le atribuyó este nombre en honor a Polonia, en aquel tiempo tierra dividida y bajo regímenes imperiales—, el eco de la cinta resuena en la actualidad a través de la desaparición de centenares de periodistas y ataques a políticos que, como Alexéi Navalny, critican la corrupción y la intransigencia del gobierno de Putin.


sábado, 12 de septiembre de 2020

El capital humano, temporalidad vs inmanencia

El capital humano (Il capitale umano, Paolo Virzi, 2013) 



Adaptación de la novela Human Capital (Stephen Amidon, 2004) en cuatro actos —«Dino», «Carla», «Serena» y «Capítulo final»—, la película de Virzi circula entre la comedia italiana, el drama pirandelliano, el thriller y la crítica social. 


Milán. Crisis económica (2008-?). Dino (Fabrizio Bentivoglio), viudo, API vía herencia paterna, emparejado con Roberta (Valeria Golino), psicóloga y embarazada de gemelos, y padre de Serena (Matilde Gioli), novia de Massimiliano Bernaschi (Guglielmo Pinelli) e hijo del orgulloso financiero Giovanni Bernaschi (Fabrizio Gifune), ambiciona una posición social mejor y más desahogada. Aprovecha la relación de los jóvenes para acercarse a Giovanni, poseedor también de Carla ((Valeria Bruni Tedeschi), esposa florero y aficionada al teatro, y gestor de un fondo de inversión muy suculento pero arriesgado. 


Si la tragicomedia abunda durante los dos primeros actos con la figura de Giovanni, pantocrátor, especulador, sobre las cabezas de los demás, la fatalidad inunda la recta final. Virzi, que no se regodea en la lágrima fácil, se deshace del tono inicial para atajar el asunto con seriedad. El precepto pirandelliano que propugna el relativismo radical, ninguna verdad es absoluta ni permanente, se quiebra para, en un giro satírico de 180º, reafirmar que nadie está a salvo del capital(ismo). Y es que esta historia arranca con un camarero —latino en la versión americana— que, tras el servicio de noche, se marcha en bici a casa y es embestido por un todoterreno como el de Massimiliano. Una sacudida en la imagen social de los Bernaschi y pesquisas policiales que apuntan al niño pijo pero el culpable es… 


Con ecos de Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), la doble cuestión moral —revelar la verdad (por parte de Carla) y la avaricia (de Giovanni por clasista y de Dino por trepa)— que se debate se salda con lo que abona una aseguradora por la vida de una persona en función de las expectativas económicas y vínculos sociales y afectivos de ésta. Pero esas resoluciones solo parecen afectar a la mayoría, que forcejea entre la alegría y el dolor, la pobreza y la riqueza, la libertad y la cárcel, la normalidad y lo extraordinario. Mientras, otras cosas son para siempre. Claro que según se mire... 




jueves, 10 de septiembre de 2020

Alanis, madre y mujer

Alanis (Anahí Berneri, 2017)




Alanís es, en realidad, María (Sofía Gala Castiglione), tiene 25 años y vino de provincias hace un par para ejercer discretamente la prostitución en Buenos Aires. También es madre soltera de Dante (Dante Della Paolera), un niño de año y medio que vive amorrado a la teta de su madre cuando ella no trabaja. El privado, que comparten con Gisela (Dana Basso) es motivo de una investigación. La policía detiene a Gisela y el casero echa a Alanís que se queda en la calle con Dante. Acude entonces a su tía Andrea (Silvina Sabater), dueña de una tienda de ropa que vive en la trastienda con Román (Carlos Vuletich). Pero a Alanís no le entusiasma trabajar de limpiadora de casas y mierdas ajenas así que vuelve a la plaza Miserere, territorio hostil, para sacar plata rápida y saldar deudas. Andrea, que quiso ser madre y no pudo, y Alanís discuten y ésta se marcha con Dante a un privado donde otras chicas jóvenes le ayudarán con el crío. 


La historia, que transcurre en tres días y se rodó en ese mismo tiempo, tiene tanto que ver con el cuerpo y la sexualidad, como con el desamparo, el caos, y la maternidad. Berneri no se posiciona frente a la trata de blancas ni alude a la degradación moral y social de las trabajadoras sexuales o critica la situación económica del país, en fase post-corralito eterna. Sin embargo, el ambiente transpira una decadencia irrefrenable que refuerza la vulnerabilidad de estas mujeres, incomprendidas y de gran utilidad social si cabe, pero a expensas del cliente o de la Madame. 


Ejemplo de que rodar con pocos medios y un elenco en gran medida amateur no obstaculizan la calidad de la película, Berneri se aleja de la moraleja y ofrece un pedazo de vida sin ornamentos ni distracciones, de arquitectura cinematográfica exenta, un camino al que cuesta entrar pero del que se sale enriquecido. El espectador, nunca subyugado por la sensiblería, la pobreza material, las situaciones o el niño al que arrastra la protagonista, empatiza con los estigmas de un gremio constituido mayoritariamente por mujeres a las que se puede humillar y ningunear por dedicarse a esta actividad. 


Lejos del retrato descarnado que hace Arturo Ripstein en La calle de la amargura (2015), como la propia Berneri comenta, su film dialoga con la filmografía de Chantal Akerman y, por extensión, con la condición social de la mujer y su libertad de elección, más que con la mugre y la pena. Pero además, la cinta remite a María, madre del hijo de dios —“¿quién es el padre?”, le preguntan en comisaría, a lo que Alanis responde con un respingo...—, y al segundo círculo de la Divina Comedia donde Dante sitúa a los lujuriosos y los condena a un viento constante que los zarandea por los aires. Entre la santidad y el pecado, madre y mujer, Alanís transita su camino como puede y, a veces, hace lo que quiere y goza, que no es delito,¿verdad?.



martes, 8 de septiembre de 2020

La inocencia, tempus fugit

La inocencia (Lucía Alemany, 2019)




Lis (Carmen Arrufat) es una adolescente de quince años que vive en Traiguera, un pueblo de Castellón cerca de Vinaroz, de la provincia de Tarragona y, en su momento, de la Marca Hispánica, primero del lado musulmán, después del cristiano. Entre la piscina, el aburrimiento y los chascarrillos de sus amigas, Néstor (Joel Bosqued), su novio «maquinero» mayor de edad, las broncas de su padre (Sergi López), estibador y perdedor, o de su madre (Laia Marull), remilgada, religiosa y sometida, pasa la chica su último verano infantil con fiestas locales y toro embolado incluidos pero en el horizonte planea su deseo de estudiar en una escuela de Barcelona para ser artista de circo. Mientras tanto la negligencia la deja preñada y la ruta hacia la madurez, inconcebible, se convierte en un calvario.


Rodada en el lugar y con los elementos precisos, sin estridencias de ningún tipo y aprovechando los recursos y las personas del pueblo, Alemany recrea su adolescencia y biografía sin empachar al espectador de añoranza ni reivindicaciones. La directora alude a las transiciones temporales que en muchos lugares se manifiestan muy paulatinamente, más si conciernen a mujeres o cambios de pensamiento bruscos. De ahí que cuando uno ve que Néstor y sus colegas tiran de tuning y Bakalao y las chicas se visten como chonis no sepa situar la época del todo si no es por el móvil de una de las amigas de Lis. Claro que el Trap tampoco ha alterado tanto esa estética.


Aunque La inocencia es una película coral, abundan los primeros planos según Lis, las amigas, el padre, la madre o Remedios (Sonia Almarcha) personaje liberado gracias a un talante abierto y a, precisamente, su continuidad con el descubrimiento de la naturaleza y las soluciones a nuestros males que nos aporta adquieren protagonismo, se enfrentan y estrechan el cerco a la protagonista para resolver sus dilemas: abortar o no (y decírselo a Néstor), persistir en su vocación o abandonar. Así, el drama, con una dimensión personal intensa, respira y transmite optimismo dentro de un contexto retrógrado e intransigente que no soporta las aspiraciones alocadas pues reflejan su fisura moral e inmovilismo. Sin embargo e indefectiblemente, tempus fugit. No sé si Lucía Alemany soñó con hacer cine pero ahí está, con una buena película en su regazo.






domingo, 6 de septiembre de 2020

Babylon Berlin, se masca la tragedia

Babylon Berlin (Temporadas 1 y 2) (Tom Tykwer, Achim von Borries y Henk Handloegten, 2017)




Gereon Rath (Volker Bruch) es un policía de Colonia que es trasladado a Berlín al Departamento de costumbres por un asunto moral turbio relacionado con películas pornográficas, stag films, protagonizadas por altos cargos políticos —pedigrí para Pedro J.—. En la capital de la República de Weimar (1919-1933) se cuece de todo y de una manera menos sosegada que en París. Desenvoltura sexual pero también suspicacia, charlestón, arte (diseño, teatro, pintura), psicología, desarrollo técnico e ingeniería, corrupción, miseria, drogas, prostitución, comunismo, nazismo y gansterismo configuran un cóctel muy explosivo y poco moderado que, como se sabe, desembocó en el ascenso de Hitler al poder en 1933 y la 2ª Guerra Mundial. 

Gereon arrastra una historia personal que compagina con este ambiente turbulento, drogas para amortiguar los temblores heredados de su paso por la Gran Guerra, un compañero rudo, nazi y conspirador, Bruno Wolter (Peter Kurth), y una chica menuda pero espabilada y encantadora, Charlotte Ritter (Liv Lisa Fries). La trama se caracteriza por la bidireccionalidad, del tren y del oro, y la inestabilidad, de Gereon y de la situación. Solo se cita a Hitler una vez, a pesar del Putsch de Múnich (1923), y solo una vez aparecen los camisas pardas y no muy convencidos de lo que hacen, pero el destino ya se vislumbra en la figura de Kurt Seegers (Ernst Stötzner), personaje inspirado en Ludendorff. Sin embargo, aunque la derrota y el rencor estaban sembrados desde el Tratado de Versalles (28 de junio de 1919), la trama huye del derrotismo y se aferra a la democracia y a la esperanza en un toma y daca constante en la 2ª temporada entre el Consejero Benda (Matthias Brandt) Seegers, Gereon y Wolter, Alemania y la URSS que se salda con victorias momentáneas para tranquilizar al espectador frente a la gravedad de la conspiración y la hostilidad inminente gracias al rearme alemán, cerca de Moscú... 

La serie, adadtación de las novelas Sombras sobre Berlín (2008), Muerte en Berlín (2009) y Un gánster en Berlín (2010) de Volker Kutscher, compite de tú a tú con las historias de corte norteamericano. De muy buena calidad técnica y ambientación en su iluminación expresionista y decorados, dinámica y bien interpretada, la intensidad radica en el resultado. Se diluye el proceso, lo críptico, lo que se murmura, lo ininteligible, el silencio, el contraste social y moral, el miedo y la exacerbación del instinto en acciones algo manidas. Aún así, si se tiene en cuenta que Alemania, y sus cadenas de televisión, tampoco se libran de ciertos patrones (planos, iluminación, montaje) que se han impuesto en el sector audiovisual, glocal, se agradece otra mirada y que se dé espacio a un período denostado en favor de la espectacularidad de la conflagración bélica. 

Recibida la alerta de los creadores, “Continuará” tiene tanto que ver con otra temporada como con lo que sucede con el auge de la extrema derecha en los países más poderosos del mundo. Indefectiblemente, y en reconocimiento de los hechos históricos, Babylon Berlin juega a ganar el premio de consolación, una ficción que jamás superará la tragedia real.




miércoles, 2 de septiembre de 2020

Adèle, amor bárbaro

La vie d’Adèle (La vida de Adèle (capítulos 1 y 2), Abdellatif Kechiche, 2013) 


Adèle (Adèle Exarchopoulos) es una adolescente con dudas sobre su supuesta hetrosexualidad. Conoce el sexo con chicos pero, ay, no le entusiasma e, incluso, le incomoda. Descubre a Emma (Léa Seydoux), una chica con el pelo teñido de azul y enfundada en denim que estudia Bellas Artes, en un bar de lesbianas. Se hacen amigas y pareja. El entorno de Emma es abierto y liberal, el de Adèle conservador y tradicional. Cómo ganársela, cómo afrontarla o qué esperar de ella enfrentan a ambas concepciones de la vida. Pero si Adèle es la oveja negra en su entorno, Emma sucumbe a la maternidad/paternidad. Cultura, naturaleza y edad confluyen, se palpan, se lamen (largo, tendido y bien clarito), se aman, se disocian. 

La película insiste en primeros planos a Adèle y Emma que combina con otros más abiertos cuando coitan o se reúnen con otros personajes en el instituto, los bares, las fiestas, el colegio, el vernissage o durante el alejamiento final de Adèle. La combinación, sin embargo, no pierde de vista a la protagonista durante las tres horas que dura el film, inspirado en la novela gráfica Le bleu est une coleur chaude (Julie Maroh, 2010). Dividido en dos partes —por si el espectador quiere ir al baño—, Adèle en el instituto, Adèle institutrice, transita de la imprudencia y el desprendimiento adolescente a la madurez y la responsabilidad a partir del autodescubrimiento que promueve el duelo. Los personajes de Adèle y Emma, tarados en origen y convicciones, se construyen y transforman mediante los enfrentamientos con sus dudas y los demás. El tránsito del color destaca la temperatura —Blue Is The warmest Colour es el título de la película en inglés— y la evolución.

El azul, asociado, según el historiador Michel Pastoreau, a lo bárbaro en tiempos de Roma, a Oriente y, a partir del s.XVI, al Nuevo Mundo, entre otras cosas porque es dónde abundaba el glasto y la Indigofera tinctoria, es la metáfora que usa Kechiche —autor también de La graine et le mulet («Cuscús» para nosotros, 2007)— para ironizar sobre el corsé cultural occidental y, al mismo tiempo, reventar el constreñimiento, árabe o cristiano, más tradicionalista. En el último plano de la película, Adèle, con un vestido de azul ultramar, se marcha resignada de la inauguración de la exposición de Emma, quien ha abandonado la pasión, el desenfreno y el azul de sus cuadros figurativos al carbón iniciales por tonos amarillos, naranjas y posturas más relajadas. Samir (Salim Kechiouche), con quien Adéle ya coincidiera en otra fiesta y que ha dejado la interpretación por los inmuebles, sale a buscarla pero toma el sentido contrario. ¿Se encontrarán ambas culturas en posteriores capítulos?



martes, 1 de septiembre de 2020

Monos en la cara


A veces se me hace extraño caminar por la calle y ver a conocidos que, conjeturo, habiéndome visto hacen como si no. Por supuesto, no siempre estamos dispuestos para el otro pero escatimar un saludo cordial nos aleja porque, entre otras cosas, si otro día es al revés o se coincide en una reunión social, en la memoria permanece la amargura. En cualquier caso, me incluyo entre los raros. Con algunas personas siempre tengo excusas para detenerme, con otras el cruce de saludos oscila entre la cordialidad, el pasmo o, incluso, cierta inquina.

Cavilo sobre esto de vuelta a la reclusión prescrita por las autoridades sanitarias en tiempos de Covid19 Primer Encierro están restringidas las salidas al espacio público a una hora por la mañana y otra por la tarde entre las siete y las diez tras cruzarme con conocidos que me han evitado mientras recuerdo, por recién leído, el último encuentro entre Stefan Zweig y Theodor Herzl, autor de El estado judío.
«Le saludé cortésmente y quise pasar de largo, pero él corrió tras de mí y me tendió la mano», dice Zweig.
«¿Por qué se esconde? No tiene ninguna necesidad de hacerlo», contestó Herzl.


En El mundo de ayer, Zweig aclara cómo, ente los propios correligionarios de Herzl campaba a sus anchas la indisciplina y entre los no judíos, que hasta entonces veneraban al redactor del suplemento literario de la Neue Freie Presse, existía el mal hábito de humillarle cuando asistía al teatro. Gracias al opúsculo de Karl Kraus, Una corona para Sion, la gente, con el ánimo patriótico exacerbado, le apodaba su majestad. Al poco tiempo Herzl murió enfermo pero Zweig pudo despedirse de quién le diera su primera gran oportunidad literaria e incluso pudo contarlo para, levemente, resarcirse del dolor de haber ignorado a un amigo que anticipaba la inminencia de la Primera Guerra Mundial.


Pero este colofón tan amable —ay que me pongo estupendo requiere, por un lado, de una predisposición oportuna, cuasi celestial, y, por otro, convendría la bidireccionalidad. De la humanitas sincera y el apego por lo universal y lo común al agradecimiento del que es mirado que le permita despojarse de los monos en la cara. A veces, de los no-encuentros surge la posibilidad de descubrir perfiles del rostro menos acerados. Otras, la anormalidad es tanta que solo cabe resistir, luchar, huir.


lunes, 31 de agosto de 2020

De puñales y corazones

Knives Out (Puñales por la espalda, Rian Johnson, 2019) 


(Si usted pasa el puntero por encima de las negritas verá qué se oculta entre bastidores) 


Harlan Thrombey (Christopher Plummer) es un escritor de novelas de misterio famoso, respetado, rico, octogenario y con una familia que vive de su cuento. Tras hallarle muerto se inicia una investigación a cargo del teniente de policía Elliott (Keith Stanfield) que enseguida es substituido por el investigador privado Benoît Blanc (Daniel Craig). Si, desde el principio, el teniente insiste en que se trata de un suicidio y la primera parte persigue demostrarlo, la segunda se centra en el auténtico móvil y asesinato, territorio Blanc. En fin, nada que Jessica Fletcher no nos hubiera contado en «Se ha escrito un crimen», pero los asuntos de la traición y el dinero nunca caducan, ni delante ni detrás de la pantalla. 

La ficción mama de la realidad. La difamación, esos pequeños pinchazos que si son muchos desangran a la víctima, es moneda corriente en muchos rodajes. Entre actores puede tener su gracia hasta atender su caída pues, pensamos, como semidioses, viven ajenos al mundo de los mortales y de sus necesidades, integran el Olimpo junto a farmacéuticos, futbolistas, empresarios, políticos, eruditos y etcétera, ¡son sus bufones!. Pero en el caso de los técnicos el asunto se complica puesto que los sueldos no solo son muy inferiores sino que se precisan más trabajos para subsistir como gente normal, Common People. Además, no son imprescindibles aunque puede que algún día tampoco lo sean los actores de carne y hueso (ver The Congress (Ari Folman, 2013)). 

Mientras, excusémonos y acurruquémonos con el miedo si queremos pero aludamos también a lo que Josep María Esquirol llama resistencia íntima, a la lucha contra el desprestigio y el sarcasmo, deportes nacionales, y no olvidemos qué negocio de la pantalla necesita aventar los trapos sucios para subsistir pues muy cerca de lo valioso está lo contrario. Eso sí, bien atrezzadas y entretenidas son, estas historias. Además, siempre ganan los buenos de corazón. Ya me decían de crío que iba para cura...

La entrada, que es muy bailonga para ser un lunes de sol, pretende también animar a los que padecen de metatarsos y falanges. 







viernes, 28 de agosto de 2020

Perdición


Double Indemnity (Perdición, Billy Wilder, 1944)


Walter Neff (Fred Macmurray), agente de seguros joven, alto y apuesto, trabaja para una compañía cuyo supervisor es Barton Keyes (Edward G. Robinson), un hombre sagaz, de baja estatura, con un enanito dentro y, por lo menos, veinte años más que el primero. El agente se persona en casa del sr. Dietrichson, donde es atendido por Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck), rubia, bajita, astuta, enfermera de su primera esposa antes de morir y que odia a Lola (Jean Heather), hija de ese primer matrimonio que mantiene una relación con Nino Zachetti (Byron Barr) —cómo se parece este nombre al de Vanzetti!—, ex-estudiante de medicina e impulsivo. 

Cine negro primerizo, mezcla claroscuros, dinero, crimen, corrupción moral y legal, diálogos basados en metáforas, contrapicados ligeros y pasión. «Lo lógico sería tomar vino rosado del que hace burbujas y no tengo más que aguardiente», le espeta Walter a Phillys cuando ella aparece en su casa y lo tácito se hace obvio. Mala mezcla y cuenta que se saldará doblemente, como indica el título, más pragmático que la traducción católica al español. En 1935 James M. Cain escribió Pacto de sangre basándose en el crimen cometido en 1927 por Ruth Snyder y su amante Judd Gray, vendedor de corsés, sobre el marido de ésta para deshacerse de él y cobrar la póliza del seguro. Ambos fueron detenidos y ejecutados en la silla eléctrica, también canción de rock’n’roll brutal. 

Si Cain recuperaba en su novela los locos años veinte pre-Crack29’ durante el Weltfare State que en 1934 inaugurara Roosevelt, Wilder remitía a esas décadas en pleno racionamiento pre-desembarco de Normandía. Distracción y rectitud moral para reconducir a los despistados, como hace Keyes con el camionero Sam Garlopis (Fortunio Bonanova, emigrado actor mallorquín) al mostrarle cómo se abre la puerta, girando hacia la izquierda, y se sale con el rabo entre las piernas tras un fallido intento de engaño a la compañía. Alusión a la inteligencia, al pálpito, el enanito del principio, a la derecha y a la buena gestión. Película de otra época sin duda pero nourriture del noir y thriller actuales y, a menudo, zafios. 

Pues con esta ilusión y baza pretendía yo liar ayer por la noche a mi hijo que, si el Covid, otro argumento para racionar, lo permite, se adentra este siguiente curso en Cultura Audiovisual I. Aguantó treinta o cuarenta minutos antes de excusarse para ir al excusado con el móvil a ver vídeos de dios sabe qué, lo cual, esta mañana, me ha hecho reflexionar sobre la relación entre la mierda, el placer, la Cultura, las peras y el olmo, pero lo dejo para cuando se me pase el encantamiento. 





miércoles, 26 de agosto de 2020

Muuuuuuuu, beeeeee

Seules les bêtes (Solo las bestias, Dominik Moll, 2019)

Armand (Guy Roger “Bibisse” N’drin) pedalea por Abiyán, capital de Costa de Marfil, con una cabra atada a la espalda. Va a visitar a Papa Sanou, un chamán animista. En el Causse (Macizo Central francés) es invierno. Joseph (Damien Bonnard) vive apartado en una granja y añora a su madre muerta. Alice (Laure Calamy) es una asistenta social que le visita y frunge con él porque le quiere pero está casada con Michel (Denis Menochet), gestor de la granja de vacas de su suegro, con quien no se llevan bien, y que se sabe cornudo. 

Desaparece una mujer, Evelyne Ducat (Valeria Bruni Tedeschi), pareja de un rico empresario, tras abandonar su coche en la montaña. La gendarmería inicia las pesquisas. Aparece Marion (Nadia Tereszkiewicz), una camarera joven que se enamora de Evelyne. Paralelamente, a miles de kilómetros de distancia, la pareja de Armand, una chica abiyanesa mantiene, a su vez, una relación con un hombre blanco rico que les procura, a ella y a su hija, mucha dignidad y confort en el país africano. Conexiones analógicas y digitales. 

Esta historia, thriller policíaco, rural, urbano, transcontinental, transcultural y transgeneracional con visos de conciencia social, es una adaptación de la novela homónima de Colin Niel, ingeniero agrario y novelista. Desde la perspectiva de cada personaje principal —Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) es un modelo ilustre— y una estrategia de puzzle —Short Cuts (Robert Altman, 1993), por ejemplo— Moll construye una historia donde los móviles confluyen. «Amar es dar lo que no tienes», amenaza Papa Sanou. Y de eso se trata, de intentarlo, de empeñar lo que se tiene: dinero, voluntad, necesidad, ingenio, astucia. Lo contrario es resignación y una profunda frustración que hacen inviable vivir. 

Pero, ¿tendrán algo que ver los bóvidos, africanos o europeos, con tanto misterio?. Moll (Harry, un amigo que os quiere, 2000) imprime los giros, las dosis de sexo y la emoción suficientes e interesantes para mantener la tensión y la expectativa en el espectador gracias, en gran medida, a las interpretaciones (qué miedo da Menochet!). Quedan flecos importantes abiertos cuya carencia el director no disimula en su empeño neorromántico porque el amor también es un sentimiento muy pragmático. De buen ver. 

lunes, 24 de agosto de 2020

Todo cambia, nada permanece

Paterson (Jim Jarmusch, 2016)

Paterson es nombre de lugar y de persona. El lugar, que recibe su nombre de un poema de William Carlos Williams, es la tercera ciudad del estado de Nueva Jersey, USA, y capital el condado de Passaic; la persona (Adam Driver) es conductor de autobús y poeta aficionado al primero. El chófer es un hombre sereno, poco expresivo y diligente en su trabajo; el poeta, buen observador de los detalles, se inspira y profundiza en lo cotidiano y en la creatividad de la gente que vive en el extrarradio de la autoerigida capital de Occidente, Nueva York. 

Paterson, además, tiene una pareja, Laura (Golshifteh Farahani), de origen persa obsesionada con la decoración en blanco y negro, que experimenta con la cocina y quiere ser cantante de country con una guitarra arlequinada. Con ambos vive Marvin, un bulldog inglés mimado y enconado con Paterson. La vida es monótona pero tranquila excepto contados sobresaltos y gemelos con los que topa Paterson. Trabajo, casa, paseo con Marvin, cerveza en el bar de Doc (Barry Shabaka Henley) con alguna que otra sorpresa, visitas esporádicas a las Cataratas de Passaic desde la central hidroeléctrica y pequeñas reflexiones en versos sin rima que fija en su cuaderno. 

Pero como en Ghost Dog (1999), se palpa una intensidad in crescendo susceptible de terminar con tanta calma de forma abrupta. Efectivamente, el Fénix renace. Mientras contemplan el desplome del agua bajo el puente de hierro y charlan de Allen Gingsberg, Jean Dubuffet y Frank O’Hara, «a veces las páginas en blanco presentan más posibilidades», le dice el poeta japonés (Masatoshi Nagase) que le tiende un cuaderno como regalo antes de despedirse. 

Paterson es una oda a las pequeñas cosas, un retrato y revelación de lugares insignificantes, un canto a la interculturalidad y a la diversidad, a la pausa y la calma, a los sentimientos y al humor, a la música suave pero intensa, a lo silencioso, a lo insignificante, a lo que pasa por delante de nuestras narices y que menospreciamos, a la belleza de lo feo —desde los autobuses a los edificios de ladrillos cara vista o los problemas de Donny (Rizwan Manji)—, a los pasos cortos y a nuestras huellas, a la poesía y al cine.



El verso

Hay una antigua canción

que mi abuelo solía cantar

que hace la pregunta,

“O preferirías ser un pez?”



En la misma canción 

hay la misma pregunta 

pero con una mula y un cerdo,

pero la que yo oigo a veces

en mi cabeza es la del pez.



Ese único verso.

Preferiría ser un pez?

Como si el resto de la canción

no fuese necesario.



Ajá.